Una entrada al mercado de Kaolack, dónde el tiempo a veces parece detenido
En los autobuses sí que se nota el paso del tiempo
Aquí tenéis el extracto del libro donde habla de esto:
El europeo y el africano tienen un sentido del tiempo completamente diferente; lo perciben de maneras dispares y sus actitudes también son distintas. Los europeos están convencidos de que el tiempo funciona independientemente del hombre, de que su existencia es objetiva, en cierto modo exterior, que se halla fuera de nosotros y que sus parámetros son medibles y lineales. Según Newton, el tiempo es absoluto: “Absoluto, real y matemático, el tiempo transcurre por sí mismo y, gracias a su naturaleza, transcurre uniforme; y no en función de alguna cosa exterior”. El europeo se siente como su siervo, depende de él, es su súbdito. Para existir y funcionar, tiene que observar todas sus férreas e inexorables leyes, sus encorsetados principios y reglas. Tiene que respetar plazos, fechas, días y horas. Se mueve dentro de los engranajes del tiempo; no puede existir fuera de ellos. Y ellos le imponen su rigor, sus normas y exigencias. Entre el hombre y el tiempo se produce un conflicto insalvable, conflicto que siempre acaba con la derrota del hombre: el tiempo lo aniquila.
Los hombres del lugar, los africanos, perciben el tiempo de manera bien diferente. Para ellos, el tiempo es una categoría mucho más holgada, abierta, elástica y subjetiva. Es el hombre el que influye sobre la horma del tiempo, sobre su ritmo y su transcurso (por supuesto, sólo aquel que obra con el visto bueno de los antepasados y los dioses). El tiempo, incluso, es algo que el hombre puede crear, pues, por ejemplo, la existencia del tiempo se manifiesta a través de los acontecimientos, y el hecho de que un acontecimiento se produzca o no, no depende sino del hombre. Si dos ejércitos no libran batalla, ésta no habrá tenido lugar (es decir, el tiempo habrá dejado de manifestar su presencia, no habrá existido).
El tiempo aparece como consecuencia de nuestros actos y desaparece si lo ignoramos o dejamos de importunarlo. Es una materia que bajo nuestra influencia siempre puede resucitar, pero que se sumirá en estado de hibernación, e incluso en la nada, si no le prestamos nuestra energía. El tiempo es una realidad pasiva y, sobre todo, dependiente del hombre.
Todo lo contrario de la manera de pensar europea.
Traducido a la práctica, eso significa que si vamos a una aldea donde por la tarde debía celebrarse una reunión y allí no hay nadie, no tiene sentido la pregunta: “¿Cuándo se celebrará la reunión?” La respuesta se conoce de antemano: “Cuando acuda la gente”.
De modo que el africano que sube a un autobús nunca pregunta cuándo arrancará, sino que entra, se acomoda en un asiento libre y se sume en el estado en que pasa gran parte de su vida: en el estado de inerte espera.
–¡Esta gente tiene una capacidad extraordinaria de espera! –me dijo en una ocasión un inglés que llevaba mucho tiempo viviendo aquí–. Capacidad, aguante, ¡es un sexto o séptimo sentido!
En alguna parte del mundo fluye y circula una energía misteriosa, la cual, si viene a buscarnos, si nos llena, nos dará la fuerza para poner en marcha el tiempo: entonces algo empezará a ocurrir. Sin embargo, mientras una cosa así no se produzca, hay que esperar; cualquier otro comportamiento será una ilusión o una quijotada.
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