domingo, 6 de febrero de 2011

Tú tienes el reloj pero yo tengo el Tiempo

El concepto del tiempo en África es completamente diferente al nuestro. Para ellos el tiempo les pertenece, no existe fuera del ser humano y aparece y desaparece a voluntad del individuo. Sólo existe con relación a nuestros actos y cuando no se le presta atención simplemente no existe. Es por esto que allí no ves gente con prisa y estresada. Esto en su concepción del tiempo sería absurdo. Por eso para ellos el futuro es algo muy abstracto, y sólo existe el pasado. La palabra "ahora" comprende un periodo indefinido de tiempo que puede ir desde unos minutos a varios meses. Por ello un africano le puede decir a un europeo que le mete prisa "Tu tendrás el reloj pero yo tengo el tiempo"
 Una entrada al mercado de Kaolack, dónde el tiempo a veces parece detenido
En los autobuses sí que se nota el paso del tiempo

Aquí tenéis el extracto del libro donde habla de esto:
El europeo y el africano tienen un sentido del tiempo completamente diferente; lo perciben de maneras dispares y sus actitudes también son distintas. Los europeos están convencidos de que el tiempo funciona independientemente del hombre, de que su existencia es objetiva, en cierto modo exterior, que se halla fuera de nosotros y que sus parámetros son medibles y lineales. Según Newton, el tiempo es absoluto: “Absoluto, real y matemático, el tiempo transcurre por sí mismo y, gracias a su naturaleza, transcurre uniforme; y no en función de alguna cosa exterior”. El europeo se siente como su siervo, depende de él, es su súbdito. Para existir y funcionar, tiene que observar todas sus férreas e inexorables leyes, sus encorsetados principios y reglas. Tiene que respetar plazos, fechas, días y horas. Se mueve dentro de los engranajes del tiempo; no puede existir fuera de ellos. Y ellos le imponen su rigor, sus normas y exigencias. Entre el hombre y el tiempo se produce un conflicto insalvable, conflicto que siempre acaba con la derrota del hombre: el tiempo lo aniquila.
Los hombres del lugar, los africanos, perciben el tiempo de manera bien diferente. Para ellos, el tiempo es una categoría mucho más holgada, abierta, elástica y subjetiva. Es el hombre el que influye sobre la horma del tiempo, sobre su ritmo y su transcurso (por supuesto, sólo aquel que obra con el visto bueno de los antepasados y los dioses). El tiempo, incluso, es algo que el hombre puede crear, pues, por ejemplo, la existencia del tiempo se manifiesta a través de los acontecimientos, y el hecho de que un acontecimiento se produzca o no, no depende sino del hombre. Si dos ejércitos no libran batalla, ésta no habrá tenido lugar (es decir, el tiempo habrá dejado de manifestar su presencia, no habrá existido).
El tiempo aparece como consecuencia de nuestros actos y desaparece si lo ignoramos o dejamos de importunarlo. Es una materia que bajo nuestra influencia siempre puede resucitar, pero que se sumirá en estado de hibernación, e incluso en la nada, si no le prestamos nuestra energía. El tiempo es una realidad pasiva y, sobre todo, dependiente del hombre.
Todo lo contrario de la manera de pensar europea.
Traducido a la práctica, eso significa que si vamos a una aldea donde por la tarde debía celebrarse una reunión y allí no hay nadie, no tiene sentido la pregunta: “¿Cuándo se celebrará la reunión?” La respuesta se conoce de antemano: “Cuando acuda la gente”.
De modo que el africano que sube a un autobús nunca pregunta cuándo arrancará, sino que entra, se acomoda en un asiento libre y se sume en el estado en que pasa gran parte de su vida: en el estado de inerte espera.
–¡Esta gente tiene una capacidad extraordinaria de espera! –me dijo en una ocasión un inglés que llevaba mucho tiempo viviendo aquí–. Capacidad, aguante, ¡es un sexto o séptimo sentido!
En alguna parte del mundo fluye y circula una energía misteriosa, la cual, si viene a buscarnos, si nos llena, nos dará la fuerza para poner en marcha el tiempo: entonces algo empezará a ocurrir. Sin embargo, mientras una cosa así no se produzca, hay que esperar; cualquier otro comportamiento será una ilusión o una quijotada.


jueves, 3 de febrero de 2011

Centro de la Congregación de las Misioneras de la Caridad en Kaolack

Uno de los días de nuestra estancia en Kaolack, hicimos una visita que nos causó gran impresión. No colgué una entrada en su momento por falta de tiempo y energía. Fuimos a visitar un centro que la congregación de las Misioneras de la Caridad (fundada por la Madre Teresa de Calcuta) que había a las afueras de la ciudad.
Una pequeña monjita de origen indio nos enseñó el centro. Allí recogían a gente sola y enferma, sin recursos para ir a otro sitio, gente mayor e impedida. En una de las habitaciones y sobre unas camas había un muchacho de 21 años pero que no aparentaba más de 15. Nos enseñó los papeles que tenía y vimos que padecía enfermedad de Crohn. Había sido operado y llevaba una bolsa de colostomía, los recambios se los facilitaban las monjas. Su aspecto de enfermo crónico contrastaba con una gran sonrisa difícil de explicar e impoble de comprender. Allí mismo había otro señor mayor escuchando una radio, con un pie vendado, nos dijeron que era diabético y que la úlcera no terminaba de curarse. La monja se quejaba que hacía mucho tiempo que ningún médico había visitado a estos enfermos y que no podían acudir al hospital debido a su falta de medios. Aunque dudo que en ningún hospital de la zona pudieran haber estado mejor atendidos que allí.
En otra de las habitaciones y encima de otro camastro otro muchacho estaba tumbado, padecía de tuberculosis ósea y tenía deformada la pierna derecha, con una herida a nivel tibial anterior. En los pasillos sentados en sillas había más gente, sobre todo personas ancianas que te apretaban las manos al pasar y que te daban las gracias por haber venido simplemente a saludarlos. Una de ellas se había quemado en brazos, piernas y tronco un mes antes. Nos enseñó sus heridas que ya no eran si no grandes cicatrices ya secas en su mayoría. Ella no tuvo reparos en ensañarnos sus heridas y contarnos cómo se las hizo.
Al final saludamos a las cuatro hermanas que había allí, tres de ellas indias y una de Senegal. Había otra española que en ese momento se encontraba fuera.
Nos impresionó mucho la visita, por un lado lo bien cuidado, limpio y atendido que estaba el centro. Sobre todo comparado con lo visto anteriormente. La sencillez y humildad de las monjas y sobre todo el sufrimiento resignado de toda aquella pobre gente. Su rostro a nuestro paso sólo reflejaban una mezcla de resignación, humanidad y agradecimiento.
Hay aún personas que se entregan desinteresadamente y completamente por los demás, por los más desgraciados entre los desgraciados.
Hay que ser conscientes que mientras nosotros vivimos nuestras cómodas y rutinarias vidas existe gente que comparte y da su tiempo con los más necesitados. Es esta la Iglesia con mayúsculas que sin duda agradaría a Jesucristo. No los olvidemos y demos aunque sea una ínfima parte de nuestro tiempo o recursos a organizaciones como ésta, independientemente de nuestras creencias.

martes, 1 de febrero de 2011

"Ebano" de R. Kapuscinsky

Hace unos días terminé de leer el libro de Kapuscinsky "Ebano". Me ha gustado mucho, todo el es una joya de la que se pueden sacar cientos de frases, citas y textos increíbles. Se nota que este periodista viajó por África y sobre todo la vivió y la amó. El libro es una sucesión de relatos en distintos países del continente africano y nos puede dar una perfecta visión de la complejidad de África y de sus gentes.
Pero como él mismo dice no pretende ser un libro sobre África sino sobre la gente que el encontró en ella, ya que ésta tiene mil caras y el afán reduccionista y sintético occidental desvirtúa lo que en realidad es.


Cómo este es un blog relacionado con la medicina aquí os transcribo un extracto. En él, el autor describe de manera admirable la malaria y sus síntomas:

"La primera señal de un inminente ataque de malaria es una inquietud interior que empezamos a experimentar de repente y sin ningún motivo claro. Algo nos pasa, algo malo. Si creemos en los espíritus, sabemos qué es: ha entrado en nosotros un espíritu maligno y nos ha embrujado. Nos ha paralizado y clavado. Por eso no tardamos en sentirnos entumecidos, pesados y sumidos en el marasmo.

Todo nos irrita. Sobre todo la luz, detestamos la luz. Nos irrita la gente: sus voces estridentes, su repugnante olor y su tacto áspero.

Pero tampoco tenemos demasiado tiempo para experimentar semejantes ascos y repugnancias, pues al cabo de poco rato, a veces de repente y sin haber dado señal de aviso, se produce el ataque. Es un súbito y violento ataque de frío. Un frío polar, ártico. Como si alguien nos cogiese desnudos, abrasados por el infierno del Sahel y del Sáhara, y nos lanzase directamente al altiplano helado de Groenlandia y las Spitzberg, entre nieves, vientos y tormentas polares. ¡Qué conmoción!¡Qué choque!.

En un segundo empezamos a sentir frío, un frío terrible, espantoso, espectral. Empezamos a titirar, a temblar, a agitarnos. Sin embargo, no tardamos en darnos cuenta de que no se trata del del mismo temblor que conocemos de experiencias anteriores - de cuando, por ejemplo, pasamos mucho frío en la intemperie de un invierno-, sino que nos atenazan unas vibraciones y convulsiones que al cabo de poco tiempo nos desgarrarán en jirones. Y para intentar salvarnos, empezamos a suplicar ayuda.

¿Qué trae el mayor alivio en momentos así? En realidad, lo único que nos puede sacar del mal trance momentáneo es que alguien nos tape. Pero no que nos tape de manera corriente: con una manta, un cubrecama o un edredón. La cosa consiste en que la prenda de abrigo debe aplastarnos con su peso, aprisionarnos en una forma cerrada, apisonarnos. En un momento así, no hacemos sino, precisamente, soñar con que nos aplasten. ¡Nos gustaría tanto que nos pasase por encima una apisonadora! "